Los seres humanos tendemos a considerar los asuntos de los demás, incluso los propios, sólo desde un lado, generalmente parcial, lo que limita nuestra percepción y comprensión de la realidad. Esta limitación suele deberse a factores tales como educación recibida, las experiencias vividas y los antecedentes aportados a cada caso.
Bajo estas condiciones no es raro que abundemos en equivocaciones y errores. Alertados de esta situación, podemos tomar decisiones más sabias si procuramos ver la cuestión, ampliando nuestros enfoques de forma que la percibamos ampliamente. Esto puede ser de gran ayuda al momento de decidir y de actuar de una manera responsable, siendo y mostrándonos como personas prudentes y de buen juicio, de modo que podemos beneficiarnos a nosotros mismos y prestar mejor ayuda y consejo a los demás. Todos podemos mejorar al respecto. Debemos reflexionar sobre cómo es nuestro modo de considerar a las personas y las situaciones que provocan. La vida no está solamente hecha de “síes” o de “noes”, hay una infinita gama de ocurrencias que hacen de ella un transcurso variado en aprendizaje.
¿Qué vemos en otras personas? ¿Vemos más sus buenas cualidades que las malas? ¿Tendemos a evaluar categóricamente como blanco o negro lo que dicen y hacen, como si no hubiese otros colores o matices?¿Nos sentimos agredidos por cualquier comentario sobre nosotros mismos?. ¿Está alguien absolutamente en lo cierto o totalmente equivocado?
Aprenderemos mucho al analizar cómo ve Dios nuestros errores. Aunque Él es conocedor de las debilidades, carencias y faltas del hombre, está dispuesto a borrar los pecados del ser arrepentido para que estos no manchen su relación con Él (Salmo 51:1; 103: 3, 12). Y así, Dios dijo del rey David, quien pecó con Bat-seba:”Y rompí el reino de la casa de David, y te lo entregué á ti; y tú no has sido como David mi siervo, que guardó mis mandamientos y anduvo en pos de mí con todo su corazón, haciendo solamente lo derecho delante de mis ojos” (1 Reyes 14:8 )
Dios reparó en las mejores cualidades del rey arrepentido y trató a su devoto con misericordia, perdonando sus transgresiones como nos perdona a nosotros.
Cristo Jesús reflejó perfectamente este modo de Dios de ver las faltas ajenas (Juan 5:19) Ante los defectos de sus apóstoles fue comprensivo y misericordioso, no fue un opinador implacable, no un castigador, como solemos serlo cuando vemos sólo una parte de los demás. Reconoció que aún cuando el espíritu está pronto, la carne es débil (Mateo 26:41), así pudo sanar las debilidades de los apóstoles y seguidores, y reparar sus faltas con paciencia y comprensión. No hurgó con saña sus defectos para enrostrárselos, sino más bien resaltó lo bueno que había en cada cual y corrigió con bondad. Recordemos su conversación con la mujer samaritana junto al pozo de Sicar.
En cierta ocasión, después de corregir a los apóstoles cuando discutían sobre quién era el mayor entre ellos, Jesús dijo: “El que es mayor entre vosotros, sea como el más mozo; y el que es príncipe como el que sirve” (Lucas 22:24-30). A pesar de los muchos defectos de sus apóstoles, Jesús tuvo en cuenta su fidelidad y el amor que sentían por Él (Proverbios 17:17). Sabía lo que podían hacer y lo que harían, por lo que pactó con ellos para edificar un Reino: “Jesús amó a sus discípulos hasta el fin” (Juan 13:1).
Si las peculiaridades y defectos de alguien nos irritan, o nos inducen a expresar juicios apresurados, mal intencionados o burlescos, imitemos el ejemplo de Jesús. Seamos de mente abierta. Intentemos tener en cuenta todos los aspectos implicados, incluso nuestra propia opinión. Si consideramos el asunto desde una perspectiva debida nos será más fácil amar y valorar al prójimo.
Es muy fácil tomar en cuenta sólo algunos hechos y llegar a una conclusión apresurada y subjetiva, por supuesto vista con nuestra propia viga. Cuando esto ocurre, podemos dar la impresión de que somos personas de mentalidad estrecha o incluso cerrada, y aunque pretendamos alzarnos como líderes o ir en contra de ellos, sólo mostramos nuestra torpeza, como los guías religiosos del tiempo de Jesús, que tendían a cargar al pueblo con infinitas normas (Mateo 23:2-4).
En cambio, si evitamos ser livianos y desconsiderados y damos buen consejo basado en los principios bíblicos y si imitamos el justo modo de pensar de Dios que es equilibrado y misericordioso, será mucho más fácil que otros acepten y sigan nuestras recomendaciones.
Aunque no tengamos prejuicios intencionados o deliberados, aun así debemos esforzarnos al máximo por ampliar nuestra mentalidad. A medida que estudiamos la Palabra de Dios, meditemos sobre ella para captar y entender cómo piensa Dios (Salmo 139:17).
Intentemos comprender las razones por las que se hicieron algunas de las afirmaciones que aparecen en ella y los principios implicados, y tratemos de evaluar los asuntos como lo hace el Padre Celestial. Este proceder armonizará con la oración de David: “Muéstrame, oh Jehová tus caminos; Enséñame tus sendas”. (Salmo 25: 4,5) Una mentalidad abierta trae el respeto de los hombres, bendiciones por cuanto se nos reconocerá como personas equilibradas y comprensivas. Seremos capaces de responder de forma más razonable y objetiva cuando prestemos ayuda en diferentes situaciones. Así, contribuiremos también a la unidad y armonía de la hermandad cristiana. Seremos confiables.
Es difícil para una persona, que ignora cómo superar las tortuosidades de su mente, llegar a tener un cambio efectivo. Podrá tener buenos propósitos de cambio e intentarlo, pero tal vez, el camino le sea muy arduo y tal vez vano.
Tengamos presente un ejemplo: Sabemos cuanto esfuerzo realizó Pablo para superarse (1 Pedro 3:16; 4:4). La vida romana y griega de su tiempo ofrecía oportunidades y perspectivas para darse a los placeres y los vicios. Pablo como sabía lo que era correcto, “guerreaba” contra la carne, que se inclinaba al mal (Romanos 7:21-24), sabía que su cuerpo era exigente por lo que aprendió a decirle no (1 Corintios 9:27). Finalmente después de tantas batallas contra si mismo logró dominarlo gracias a la ayuda del Espíritu de Dios (Romanos 8: 9-11).
Como consecuencia de esta lucha constante para abrirse camino hacia el hombre perfecto, Pablo, mantuvo su integridad hasta el fin, y así, antes de morir pudo escribir: “He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe. Por lo demás me está guardado la corona de la justicia la cual me dará el Señor, juez justo en aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que aman su venida” (2 Timoteo 4:7, 8).
Mientras luchamos contra nuestras imperfecciones, contamos con ejemplos reconfortantes no solo el de Pablo, sino también el de aquellos que fueron ejemplos para él: José, Moisés, Daniel, Job, Jacob, Sadrac, Mesac, Abednego y tantos otros varones de Dios; seres humanos que lucharon contra sus imperfecciones… y triunfaron. Todos aquellos hombres devotos rechazaron el mal, pues, tenían fortaleza moral. (Gálatas 5:22, 23). Eran hombres de fe que amaban los dictados de Dios. Anhelaban toda palabra que sale de la boca de Jehová (Deuteronomio 8:3), la cual era vida para ellos (Deuteronomio 32:47), amaban a Jehová y le temían, y con Su ayuda, perseverantemente pudieron derrotar la maldad (Salmo 97:10; Proverbios 1:7). Seamos como tales y como Pablo. Para seguir rechazando el mal que se presenta bajo tantas formas seductoras necesitamos, como ellos, la ayuda pronta de Dios. Él nos la da generosamente si le pedimos con sinceridad, si estudiamos su Palabra y asistimos regularmente a las reuniones cristianas (Salmo 119:105; Lucas 11:13; Hebreos 10:24, 25). Pero lo más importante es transformar la palabra de Dios en acción humana, nuestra propia acción.
El móvil correcto, el pensamiento correcto, la acción correcta y como afirma Buda, el ganarse la vida correctamente, es decir, honradamente, nos liberará de aquellos defectos que nos inducen a difamar, a calumniar, a murmurar y a hacer cuántas cosas más en contra de nuestro prójimo, sin percatarnos de que habitualmente lo que nos mueve, es lo que sentimos nosotros mismos, es lo que pensamos y hacemos, y que el ir sobre el prójimo está motivado por nuestros propios defectos, que invadiendo nuestras capacidades mentales, nos llevan a la pérdida de nuestra conciencia, siendo por lo tanto imposible percatarnos de nuestro propio estado, aunque el yo vocifere que su actitud es gobernada por la verdad. Otro engaño de Satanás.
Logrado el dominio propio nuestro discernimiento será claro y las opiniones que tengamos sobre demás, más juiciosas. La Vida de relaciones se hace armónica y atrae hacia nosotros y hacia quienes tratamos, las satisfacciones propias de la práctica de las virtudes y como “dádiva en abundancia” las bendiciones de Dios.
La palabra evangélica espera que la entendamos y que la actuemos; que dejemos atrás una a una nuestras imperfecciones por las que Cristo sufrió y dio su vida. No hagamos ninguno de nosotros vano el sacrificio de Cristo. No lo merece. Tampoco ninguno de nosotros.
Transformemos la palabra de Dios en acción humana.
Ramatis Zand